El reloj del cuco (sombra)
Su reloj marca las doce menos cuarto y, aunque el tren aún no se oye, un zumbido se desliza por las entrañas de hierro, haciendo vibrar las vías donde el Cuco acaba de tumbarse. El gélido metal se le pega a la piel, pero la sensación de frío en la nuca y los tobillos desaparece cuando el calor de su cuerpo derrite la escarcha sobre las vías.
A unos cuantos kilómetros de allí el sol rocía los vagones del expreso de las diez. En el único vagón de primera clase, compartimento número cinco, la luz golpea la persiana echada y se cuela por los bordes moteando la penumbra. En su interior tres pasajeros matan el tiempo mientras el tren se acerca a su final. Apenas ya quedan pasajeros y aún menos en los confines desolados de la primera clase.
Un hombre, como hecho de cal, ojea con paciencia las noticias de un periódico. Debe ser albino. Su piel parece de leche. No solo tiene el cabello blanco y los ojos grises en vez de azules, sino que hasta sus zapatos relucen en las sombras del compartimento. Únicamente el pañuelo oscuro que se asoma por el bolsillo de su americana, le agujerea el pecho como un pozo negro y tuerce su luminosa estampa. De vez en cuando alza los ojos sobre las hojas del periódico y fulmina por un instante con mirada metódica y fría al cachalote de barbas sentado enfrente suyo que, sin estar dormido, ya ataca al sueño con sus gruñidos. El tórax del gordo sube y baja como un fuelle a punto de reventar. Con cada espasmo de sus carnes el bombín grasiento del monstruo, que apenas le esconde la calva, se inclina peligroso sobre el precipicio de las cejas. La barba le cae a cascadas, brillando con la baba que se le escapa por un resquicio profundo y perdido entre la comisura de los labios cuando la luz burla la protección de la persiana y lo ilumina. Tanta maraña de pelo, aunque autentica, oculta el montón de cicatrices que le recorren el rostro.
El tercer pasajero, una mujer con figura de delfín y la carita de “bella durmiente” echada en años, se incrusta en un hueco de su asiento sosteniéndose la cabeza con ambos manos. Desde hace semanas una jaqueca horrible le tritura la sien cabalgando por la densidad de sus sesos. Hoy viaja a ver a un especialista. El dolor, cada vez más agudo, le ha hecho tomar las cosas en serio.
El Cuco mira su reloj: las doce menos cinco. Cree que va a suceder lo de siempre, es solo una corazonada, pero está tranquilo y la tranquilidad se vuelve silencio y éste se escucha a sí mismo.
El tren alcanza los túneles. La luz deja paso a la negrura y viceversa, un flash tras otro. Sólo piedra y cielo, hasta que al tren lo engulle el ultimo túnel, tan largo y oscuro como si la noche tuviese una garganta.
En el compartimento número cinco no todo se acopla al traqueteo del tren, las cosas no van a seguir igual; la caja de Pandora se abre; el temor, antes insinuado, es ahora una amenaza y la situación explota en un segundo....
El sombrero del gordo cae, se suicida por fin. Los ojos del besugo se abren, tropezándose con la mueca serpentina y la mirada incolora del albino. Dos balazos que suenan casi gemelos, le revientan el pecho izquierdo. La mujer no se entera. Continúa con la cabeza metida en el hueco del brazo como un avestruz y el silenciador del asesino ahoga los ruidos. El gordo no se asombra. No le da tiempo. La cirugía estética, el aumento increíble de peso, hasta el cambio de alma, todo ello como una carrera contra la muerte, no le ha servido de mucho. Al final lo han pillado. Ya se derrumba, pero antes, mientras el albino dirige ahora el cañón hacia la mujer que sigue sin enterarse de nada, sus dedos de anaconda se enredan en el freno de mano y accionan la palanca. Esto sucede en la última curva antes de la salida del túnel. El vagón da un coletazo brutal y se desequilibra. La roca pulveriza los cristales y el asesino sale disparado hacia la ventana rota. Los dientes de vidrio forman un collar alrededor de su cuello. Su cabeza medio decapitada se bambolea de un lado a otro como un pelele y, aunque parezca mentira, tiene la sangre roja y no blanca.
La mujer solo siente un golpe. Su cráneo o algo dentro de el, estalla. Nunca se enterará que a raíz del accidente, su tumor cerebral ha desaparecido por arte magia. Horas más tarde, cuando despierte en el hospital, sus dolores de cabeza desaparecerán para siempre con cuatro aspirinas. A veces la mala espina muestra su cara más limpia.
¿Y el Cuco? Su reloj marca las doce menos un minuto. Vaya, ya se jodió otra vez la marrana, piensa, mientras escucha un estruendo y, todavía tumbado en los raíles, se inclina sobre un codo. El tren emerge encabritado a la luz. Los vagones desencajados golpean el paisaje dando tumbos como un látigo de hierro. La locomotora se arrastra tragando las vías hasta que se detiene con un chirrido a escasos metros donde espera El Cuco. El expreso de las diez exhala sus últimos estertores de dinosaurio moribundo, escupitajos de humo y aceite, cuando ya se escuchan los primeros gemidos.
El Cuco contempla los restos del tren. A continuación sacude lentamente la cabeza. Un sinsabor no desconocido le acera la mirada. Sus ojos son ahora dos rendijas amargas. Otra vez volvió a suceder lo mismo, no hay más remedio. En fin, hace más de una eternidad que lo intenta. Volverá a probar suerte cuando hayan pasado otros miles de años más. Acaba por levantarse y se aleja como si nunca hubiera estado ahí. Pero su reloj seguirá marcando las horas con empeño y equilibrando el destino.
Christian Eduardo Nutz De la Calle, 21.03.2011
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